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Todo adiós debe tener un ritual


Sufrimos pérdidas a lo largo de toda nuestra vida. Una y otra vez nos vemos obligados a decirle adiós a personas, sitios y situaciones amadas. Desde que nacemos y debemos abandonar el vientre de nuestra madre, hasta que morimos y nos despedimos de la vida.

Le decimos adiós a la infancia y a la juventud. Le decimos adiós a padres, hermanos, parejas y amigos. Nos despedimos de lugares entrañables y de momentos que jamás olvidaremos.

Sería justo decir que la vida es una sucesión de finales y comienzos. Lo cierto es que todo lo que empieza tiene que acabar para dar lugar a lo nuevo. Pero no siempre estamos preparados para decir “adiós”. No siempre, tampoco, llevamos esos finales a buen término.

“Siempre hay un tiempo para marchar aunque no haya sitio a donde ir”

-Tennessee Williams-

A lo largo de la historia, las distintas sociedades han ideado rituales, ceremonias o actos especiales para decir adiós. Sin embargo, actualmente pareciera que no hay tiempo, ni disposición para ello y eso dificulta el buen trámite de las despedidas y de las pérdidas.

Los rituales del adiós


Uno de los primeros gestos de humanización del hombre prehistórico fue la construcción de ritos funerarios. A diferencia de otras especies, el ser humano comenzó a otorgarle un significado a la muerte y a la separación de las personas que formaban parte del entorno. Los primeros humanos comenzaron a sepultar a sus muertos, precisamente porque entendieron que la muerte era un acontecimiento trascendental.

Esos hombres prehistóricos se preguntaron por el sentido de la muerte y encontraron explicaciones básicamente mágicas. Asumieron que la vida no terminaba ahí y por eso diseñaron formas para decirle adiós al que se iba y confortar a quienes se quedaban.



Después se fueron introduciendo nuevos rituales, casi siempre de iniciación. El comienzo de la pubertad, el comienzo de la vida en pareja, el inicio de la cosecha, etc. Pero, por supuesto, celebrar un inicio es también consagrar un final. Todos esos rituales se mantuvieron a lo largo del tiempo. Evolucionaron y se adaptaron a las particularidades de cada cultura, pero en esencia persistieron.

En la sociedad actual, en cambio, cada vez son menos los rituales para anunciar la llegada de algo nuevo o despedir lo que se va. Se podría decir que el único de todos esos rituales que sigue sobreviviendo es el ritual funerario.

Sin embargo, en el mundo contemporáneo también el ritual para decir adiós a quien muere es cada vez más propiedad del mercado y no de los dolientes. Existen fórmulas “prefabricadas”. Las funerarias “se encargan de todo” y los dolientes son figuras pasivas.

Ni qué decir de esos adioses que duelen casi tanto como la muerte, pero que aparentemente no son tan definitivos. Es el caso de un divorcio, la salida del hogar paterno, o la ruptura de una relación.



¿Para qué sirven los rituales de adiós?
Un ritual sirve, principalmente, para marcar el hecho de que estamos al frente de un acontecimiento especial. Un hecho que no es ordinario y que merece un alto en el camino para recibirlo, digerirlo y prepararse para el cambio.

Los rituales y ceremonias contribuyen a otorgarle significado a un hecho. En el caso de los rituales de adiós, al hecho de separarse de alguien a quien se ha amado, bien sea por decisión propia o debido a la muerte.

Un ritual de adiós permite remarcar el hecho de que ha ocurrido algo que cambiará nuestra vida. Que no seremos los mismos después de ello y que esto debe ser elaborado simbólicamente, para facilitar la aceptación.

Un adiós supone asumir una nueva perspectiva frente al pasado y al futuro, cambiar todo aquello que era habitual por algo nuevo que todavía no hemos construido. Implica también la conciencia de tener que aceptar un sufrimiento y de tramitarlo.

En la sociedad actual, no siempre hay lugar para todo esto. Muchas veces las personas deben vivir el drama de la separación en absoluta soledad. Se le repite solamente que tiene que seguir adelante y nadie quiere ver que esa persona se lamente, o exprese su dolor.

Se les invita a no llorar, a tratar de pensar en otra cosa, a realizar actividades para que se distraiga. Y con el tiempo, si acaso su dolor no sana, se les evita. En estas condiciones, se pasa fácilmente del dolor a la amargura. El doliente sabe que no puede cambiar los hechos, pero a la vez no logra conformarse. Eso termina traduciéndose en depresión, manías o dificultades con los demás.

Lo ideal sería que cada adiós tuviera su propio ritual. En el mundo contemporáneo es probable que cada quien deba diseñar sus propios rituales privados para despedirse, porque, en general, casi nadie quiere dar lugar a pensar en la muerte o en la separación.



Realizar un ritual de adiós es sanador. Permite mirar cara a cara la pérdida y es una primera señal de aceptación. Contribuye también a atar esos cabos que pueden estar sueltos en el vínculo que ahora se termina.

Se puede tomar un objeto simbólico para que sea consumido por el fuego, en señal de adiós. Se puede escribir una carta, o un poema, para marcar esa despedida. Se pueden recoger los recuerdos de quien se fue y darles un lugar físico especial para conservarlos.

Todos aquellos pequeños rituales que contribuyan a decir adiós, permiten sobrellevar el duelo con mayor entereza.

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