La madre es el primer gran amor en la vida de todos los seres humanos. Un amor que nace de forma natural y al que no renunciamos, aunque ella no esté, o pese a que su presencia sea nociva, y hasta peligrosa, para un hijo. Siempre hay un hilo invisible que de alguna manera u otra nos une a ella.
La psicoanalista Judith Viorst narra en uno de sus libros un caso atroz. Un niño de tres años había sido rociado con alcohol y, algo que parece impensable, su propia madre le prendió fuego. En la sala de cuidados intensivos, el pequeño solo quería una cosa: que ella viniera a abrazarlo. Así de fuerte es ese lazo primitivo. Sea como sea, amamos a nuestra madre. Al comienzo de la vida preferimos cualquier sufrimiento, antes que padecer el dolor de no tenerla a nuestro lado.
“El corazón de la madre es el aula del niño”
-Henry Ward Beecher-
El amor por la madre subsiste en la vida adulta, aunque tomemos nuestro propio rumbo, aunque alcancemos un éxito gigantesco, aunque tengamos dinero, o nos admiren por nuestras proezas. Allá en el fondo siempre queda algo de ese niño que no quiere vivir sin su madre.
La madre difícil
De niños, y pese a cualquier prueba de lo contrario, pensamos que nuestra madre es un ser absolutamente perfecto. De ella solo necesitamos que esté ahí, a nuestro lado. Y si no está, pensamos que tal vez sea culpa nuestra. Pero las madres no son esos seres totales y perfectos que idealizamos cuando estamos pequeños. No siempre somos completamente bienvenidos a su vida.
Las madres también se deprimen, también tienen sus propios problemas. Y aunque el deseo de la mayoría de ellas es darnos lo mejor, a veces no pueden hacerlo. A veces renuncian a hacerlo, o tienen una idea no tan sana de lo que es el bienestar de un hijo.
Muchas madres no están allí cuando sus hijos las necesitan. Deben, o quieren, trabajar fuera de casa y es posible que apenas tengan tiempo para ejercer mediocremente su maternidad. Otras mujeres tienen un rechazo, consciente o inconsciente, hacia la maternidad. Aún así asumen la tarea de ser madres, pero lo logran solo a medias. Entonces, sus hijos se convierten en el blanco de su inconformidad.
Son las madres que no logran ver nada bueno en sus hijos. Nunca son suficientemente obedientes, ni lo suficientemente capaces de hacerla feliz. Así sean los mejores estudiantes, o los deportistas más destacados. No importa, nunca están a la altura de sus expectativas.
El rechazo por los hijos a veces también toma formas insospechadas. Es el caso de las madres ansiosas, que siempre están imaginando que el niño se va a caer, que el joven va a volverse drogadicto, que la hija va a cometer un error irreparable. En esos casos, el rechazo toma forma de un control extremo. Piensan que educar a sus hijos es mostrarle que el mundo es un lugar plagado de peligros y que su tarea es hacerles ver el lado amenazante.
Reconciliaciones tempranas y tardías
Durante la infancia, básicamente no tenemos la capacidad emocional para cuestionar a nuestra madre. Ella está en la base de todo, en el horizonte de todo, y quizás no nos gusten algunos de sus comportamientos, pero sentimos que no es lícito criticarla. Las cosas cambian durante la adolescencia. Por lo general, esa etapa es mucho más conflictiva para quienes han debido lidiar con una madre difícil.
La adolescencia es una transición en la que se confrontan el niño que fuimos y el adulto que queremos ser. Es entonces cuando resulta fundamental cuestionar lo que hemos recibido en casa, para forjar una identidad propia. En la adolescencia es donde comienzan los interrogantes y cuestionamientos sobre nuestros padres. Es el momento de las grandes rupturas con los padres.
Si antes no nos permitíamos criticar a nuestra madre, ahora se vuelve objeto de gran parte de nuestras insatisfacciones. Ella quiere que sigamos siendo el niño que conocen, mientras que nosotros necesitamos volar. Pero así como la adolescencia puede ser el comienzo de los grandes distanciamientos con esas figuras amadas, también es una etapa en donde es posible ajustar muchos cabos sueltos.
Una madre que ha hecho consciencia de que su papel no ha sido el mejor, puede aprovechar el tiempo de la adolescencia para reparar muchos de sus errores. Los adolescentes necesitan a los padres profundamente, mucho más de lo que están dispuestos a admitir. Un acompañamiento amoroso, paciente y con inteligencia durante esta etapa, puede reparar muchas de las fallas se dieron durante la crianza infantil.
Los conflictos salen a flote de una manera a veces cruda y dura. Pero es precisamente una oportunidad para canalizarlos y darles una solución. El joven ya está en capacidad de comprender que su madre es una persona con límites y la madre puede admitir esas limitaciones. A veces no es posible evitar que se edifiquen grandes barreras. Es cuando los hijos solo terminan de comprender a los padres si se hacen padres ellos.
Ahí descubren la imposibilidad de ser los padres perfectos de manual y entienden que el error está en la base de muchas realidades humanas. Que una madre que se equivoca no es una madre mala, sino una persona imperfecta, como lo somos todos.
Cualquiera que sea el caso, hay una verdad indiscutible: todas las relaciones afectivas de una persona están marcadas por el vínculo que tuvo con su madre, su primer amor.
Entre más sana sea esa relación, más sanas van a ser las demás. Y nunca es tarde para revisar ese vínculo. Para perdonarla y pedirle perdón. Para darle vía libre a ese amor que siempre ha estado ahí y, con ello, limpiar el camino hacia una vida más gratificante.